¿Habéis oído hablar del síndrome del lucio? No sé qué validez científica tiene pero describe el que un lucio, metido en un acua¬rio con otros peces más pequeños de los que lo separa un panel transparente, intentará comérselos durante un tiempo para luego abandonar. Cuando el lucio ha asimilado que los apetitosos pece¬citos están en realidad protegidos por una fuerza invencible que hace daño al hocico, el panel transparente se convierte en super¬fluo: aun cuando se quite, el lucio ya no atacará, incluso hasta el punto de morir de hambre rodeado de comida.
Silvia Díaz-Montenegro | @sylviadm
La primera versión de lo digital se construyó sobre la aparición de una red de información muy fiable, muy capilar y universal. Eso, que así dicho parece poca cosa, ha dado lugar a la mayor destrucción de paneles transparentes que hayamos visto en generaciones. El mundo resultante es tan diferente que deberíamos plantearnos constantemente si hay algún límite que se haya borrado sin que nos diéramos cuenta.
El primero y más evidente es que en muchos casos se ha eliminado la esclavitud de los átomos, con lo que pesan, para transportar y servir productos. Incluso aquellos productos que no tienen sentido sin sus átomos físicos, como una fruta, se pueden comprar sin cargar ni uno solo de sus gramos. Enfrentado a un producto que se quiere distribuir, la primera pregunta es si es físico o no y, si lo es, cómo se va a gestionar esa servidumbre.
Otros límites son menos claros: muchas empresas siguen haciendo cosas internamente que ya están disponibles de forma externa, hechas por especialistas. Como defiende Nick Carr en The big switch, hoy, como nunca, hay que decidir qué hay que hacer dentro de casa y qué no. Las paredes de la oficina en realidad han desaparecido y hacen falta muy buenas razones para no utilizar esa nueva ventaja. ¿Quién, a día de hoy, se fabricaría su propia electricidad? ¿Y por qué?
Otros límites aún se están difuminando: el conflicto de Über hace unos meses es un ejemplo inquietante. La capacidad de acceder a mis pares a través de la Red puede aportar tanta tranquilidad como la sanción del Estado, de modo que sustituyo la autorización oficial por las recomendaciones de otros usuarios.
Y, de repente, parece que la sanción del Estado es opcional. ¿Cuántas actividades más del Estado pueden volverse opcionales? ¿Qué puede ofrecer la revisión oficial que haga que merezca la pena pagar el doble por un servicio “oficial”? Llevando el razonamiento a su límite, se podría hacer negocios sin la sanción del Estado, como en una explosión de ofertas amateur? O, quizás, se extenderá la costumbre, al crear una empresa, de elegir el Estado que uno prefiera según su régimen fiscal, aunque la oficina física esté aquí… Ah, pero eso es algo que las grandes corporaciones están utilizando hace años.
El mundo digital está lleno de límites transparentes, tan difíciles de detectar como saber a qué velocidad desaparecerán… si es que lo hacen finalmente: los átomos, siendo más caros, son infinitamente más “presentes” y tentadores que los bytes y pueden volverse deliciosamente visibles en un mundo cada vez más virtual.
Lo que se fabrica internamente puede ser fuente de orgullo y diferenciación. Puestos a soñar, si el Estado tuviera orientación comercial… ¡hasta se podría pensar en un crecimiento económico basado sólo en la usabilidad de sus servicios!
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