Resulta imposible observar el futuro sin ejercer sobre él alguna influencia. Una idea preconcebida altera el futuro hasta hacerlo incomprensible. Si un observador situado en la década de los 50 del siglo XVIII observase el futuro, le resultaría incomprensible. Los cambios disruptivos provocados por la Revolución francesa y su consecuencia científica, la industrial, transformaron la realidad tan profundamente que las referencias sociales y políticas harían incomprensible el futuro al no encontrar “conceptos” sobre los que apoyar la observación.
Vicente G. Moreno | @vgmoreno
Hoy estamos viviendo, según algunos expertos, una revolución aún más radical que la liderada por los burgueses en 1789 e impulsada por el perfeccionamiento de la máquina de vapor de James Watt. Es comparable con el salto que supuso adoptar masivamente la “innovación científica” de la agricultura para transformarnos de nómadas en sedentarios.
Esta innovación disruptiva, la capacidad para gestionar la producción de alimentos vegetales en masa, es la génesis del gran tótem de nuestra especie: la ciudad. Y, desde la aldea primordial hasta ahora, la plaza pública, el mercado, el ejército regular, el impuesto, la educación, la esclavitud, los gremios, los imperios, el comercio a gran escala, la acumulación de capital… En suma, lo que somos hoy en día.
Hoy el cambio, impulsado por un ciclo de innovación tecnológica exponencial y sin precedentes, es una revolución. La globalización, la comunicación, el poder del cliente, el auge de las grandes corporaciones transnacionales son catalizadores que nos conducen a una revolución de la que nos falta, por el momento, perspectiva, fecha y hecho histórico para entrar en los manuales de historia…
Si es que en el futuro habrá un manual de historia o el mismo concepto de historia. Las revoluciones sabemos cómo empiezan pero nunca como terminan. Tienen, cómo la entropía y el caos, la capacidad de destruir sistemas y crear otros nuevos.
¿Asaltar la bastilla?
La división “por clases” nacida de la Revolución industrial está en entredicho. Si el salto de la sociedad feudal a la sociedad industrial supuso una mayor movilidad social, el nuevo paradigma parece ofrecer alternativas contradictorias. O regresamos al modelo de castas impermeables y determinismo social o, por el contrario, nos encaminamos a un escenario de máxima movilidad.
En sentido amplio, una clase social es un grupo de individuos con intereses comunes y con una estrategia común para acceder al poder político y a la riqueza. La clase burguesa (burgo, otra vez la ciudad como espacio social y político) tomó conciencia de su poder económico y reclamó el poder político liderando el fin de la sociedad feudal y abriendo el capítulo de nuestra democracia participativa, la división de poderes y, en sus últimos estadios, el Estado del bienestar.
Haciendo política ficción, el cliente, entendido como el centro de la economía y con capacidad para determinar el futuro de marcas y Estados, puede ser esa clase emergente llamada a liderar el colapso del modelo económico y social nacido en el final del XVIII para dar paso a otro paradigma…